Bajo la lluvia y bajo el sol,

la margarita dijo no.

La margarita dijo no
Alejandro Sanz



Tu pie inquieto golpeteaba aprisa la acera creando un compás que envolvía las desiertas calles. Eran las nueve cuarenta y cinco de la noche, ya tenías más de media hora esperándolo y no habías recibido la llamada de él diciéndote que iba retrasado. ¿Por qué hacía tanto frío?, te preguntabas y el viento atravesaba tu cuerpo, haciendo temblar tus rodillas mientras partículas de polvo se incrustaban en tus ojos dejándote parcialmente ciega. Ésta era su última oportunidad, una lágrima rodó por tu mejilla. Lo había echado a perder por última vez.

El estallido de un tubo de escape te inquietó, miraste nuevamente el celular, ni una llamada ni un mensaje, y su celular, apagado. Empezaste a caminar deprisa, cansada, cómo es posible que te haya hecho esto nuevamente, después de seis años juntos. En tu cabeza daban vuelta las razones por las que debiste haberlo dejado pero nunca pudiste. Seguiste caminando, y al sacarte las zapatillas, sentiste la arena fría en tus pies. Llegaste hasta aquel lugar donde el mar golpeaba las rocas, aquel lugar donde se conocieron y con un par de tragos él te confesó su amor. Recordabas la hermosa margarita que te regaló. No podías seguir ahí y continuaste tu camino a casa. Ya no iba a aparecer. El malecón era un sitio que te traía demasiados recuerdos.

A tu espalda unos pasos sigilosos te seguían, ¿era él? No, era solo una sombra extraña y turbada. Apresuraste el paso hasta llegar a un callejón, sin salida. Era tu fin, pensaste. Con un destello la sombra se acercó. Un viento helado atravesó tu cuerpo hasta sentir que flotabas. Dos segundos después veías tu cuerpo alejarse del suelo, quisiste correr pero tus movimientos eran en vano.

Aterrizaste en un tejado, ya no sentías miedo ni dolor. Tambaleándote caminaste como el hombre en la Luna, de techo en techo, sólo podías pensar en lo maravillosa que era la vista desde ahí. El mar, la playa, tu sueño hecho realidad.

Estrepitosamente empezaste a caer, ya no sabías dónde estabas, tus piernas cedieron lo único que veías eran estrellas. Te tomó unos momentos recuperarte, al ponerte de pie te encontraste con un jardín inmenso. Parecía no haber nadie. El césped acariciaba tus pies mientras lo recorrías, las enredaderas se fundían con tus cabellos, las flores rojas, moradas, azules parecían sonreírte. ¿Qué era este lugar? a lo lejos divisaste unas antorchas y se escuchaban unos murmullos indescifrables. Un anciano con bata y larga barba blanca se acercó y te dijo:

—Te estábamos esperando.

—¿A mí? —dijiste confundida— debe ser una equivocación, ni siquiera se cómo llegué aquí.

—Sí, a ti —respondió el anciano inmóvil— No hagas más preguntas y acompáñame.

Ustedes caminaron a través de un camino apedreado sin decir una sola palabra, hasta llegar a una carpa blanca donde solo había una camilla rodeada de velas blancas.

—Quítate la ropa —dijo el anciano y se marchó.

Un aroma dulce flotaba en el ambiente, parecía rodearte la pureza. Tú obedeciste, sin saber que te movía. Te quitaste la ropa lentamente y la dejaste sobre un pequeño sillón. Viste la camilla y te sentaste sobre ella, tus piernas aún inquietas colgaban meciéndose. Había algo en este lugar que te producía gran curiosidad, no sabías si era la pacifidad que lo rodeaba o el desbordamiento de emociones que sentías al estar ahí. No era nada como lo que conocías, era todo un paraíso terrenal; a lo lejos escuchabas todavía los murmullos que ahora parecían entonar un canto armónico.

El anciano apareció con tres hombres. Era él, esta vez sí era él, había llegado, estaba parado junto al anciano multiplicado por tres. El anciano te miró y dijo:

—Escoge a uno de estos tres hombres.

Cómo podías escoger entre estos tres hombres exactamente iguales, te acercaste a ellos, les preguntaste sobre su retraso, ninguno contestó.

—Solo podrás hablar con quien escojas. El tiempo corre—dijo el anciano, impávido.

Sus cabellos crespos, sus ojos verdes, eran todos iguales, aquel lunar en el hombro derecho con forma de la primera letra de tu nombre estaba ahí, en los tres. Esa marca que él aseguraba ser señal de que ambos estaban destinados a encontrarse, ese “símbolo de su amor” que los juntaría hasta la eternidad. Acaso era esta esa eternidad, será que por fin podrían estar juntos sin preocuparse, por el dinero o la aprobación de sus padres. Desde cuando eras tan cursi, te preguntaste, ni en tus más locos sueños te podrías haber imagino una situación como esta. Lo tenías ahí, frente a ti, solo para ti, tres veces más él que lo normal. ¿Era acaso esto lo que tanto deseabas? dejaste que en un vuelco tu corazón decida por ti, tenía que ser el segundo de ellos.

—Has hecho bien ahora recuéstate en la camilla, él te guiará—aquella barba blanca junto a los reflejos de tu escogido se desvanecieron entre las telas blancas de la carpa.

Te recostaste en la camilla esperando una respuesta a tu previa pregunta pero no recibiste contestación alguna. Él colocó sus manos sobre tus hombros y te dijo:

—Confía en mí y no te muevas.

—¿Confiar en ti? Lo dices enserio, cómo me puedes pedir eso —dijiste alterada, mientras sus manos te apresaban contra la camilla.

—Es por tu propio bien, no querrás terminar mal.

—¡Por dios, de qué hablas! Deja de ser tan confuso y explícate.

Sin hacer caso a lo que le decías, él tomó un enorme recipiente que se encontraba bajo unas telas, era como algún tipo de barril de madera. El olor peculiar que antes percibiste se intensificó. No era ese olor a mar, a sal, al que estabas acostumbrada, era algo más atractivo, un tanto delicado, persistentemente dulce.

—Te daré un masaje —dijo y retiró la tapa que cubría el barril— solo tomará un instante, no sentirás nada.

Antes de que puedas pronunciar una palabra retiró la tapa del barril y de un momento a otro un resplandor los envolvió. No podías ver nada, sólo hileras de distintos colores que te acariciaban el cuerpo. Tus sentidos se agudizaron mientras se perdían en el delicioso aroma y la estridencia de los colores a tu alrededor. Trataste de hablar pero no podías emitir sonido alguno, ya no lo veías, lo habías perdido nuevamente.

Sentiste un frío que congelaba tu estómago y atravesaba tus entrañas. Intentaste moverte pero tus extremidades no respondían. ¿Dónde estaba él? Te encontrabas en un estado de letargo en el que la angustia dominaba todos tus sentidos.

Tu cuerpo parecía haber sido invadido por una energía que poco a poco iba disipando la angustia y trasladándote a un extremo placer. El verde rozaba tus piernas y éstas parecían fundirse como la cola de una sirena; el amarillo acariciaba tus mejillas acercándose tanto a tus ojos que luego veías su huella suspendida en aquel infinito; el blanco peinaba tus cabellos, mientras el resto de colores danzaba a tu alrededor, los murmullos se iban haciendo cada vez más claros y estabas casi segura de que los comprendías.

Ya no te preocupaba él, ya no te preocupaba nada, solo el deleite policromático. Frente a ti los colores se iban desvaneciendo. Ahora solo veías verde, ya no te podías mover, ya no sentías tus cabellos, solo sentías el viento que te movía. Este te conducía en un vals, y tu cuerpo solo se dejaba llevar por él. Te mecías de un lado a otro sin poderte detener.

Gotas de lluvia empezaron a caer sobre tu cabeza. Una, dos, veinte, un pequeño charco se formó a tus pies, en él divisaste tu reflejo. Ya no eras tú, quisiste gritar pero el sonido se ahogó en la verde inmensidad. Plantada para siempre te quedaste en aquel jardín donde nuevamente lo perdiste. Ésta si era la última vez. Tus brazos, tus piernas, tu silueta, todo fundido en verde. Tu rostro reflejaba aquel amarillo que antes te cegó. Y tus cabellos, tus cabellos ahora eran hermosos pétalos blancos.